jueves, 8 de noviembre de 2012

Una cagada de altura

Absténganse de leer estas letras si son de estómagos delicados. Aquí se va a hablar hoy de caca. 


Soy bastante reticente a sentar mis posaderas en retrete ajenos. Considero retretes propios los de mi piso y casa de mis padres. Luego hay algunos WCs situados en una propiedad tangencial, de uso no preferente, pero que, si no queda más remedio, no dudo en usarlos. Hablo de aquellos de los hoteles, casas de amigos en los que vas a pasar más de una noche o casas de abuelos. 

Las veces que voy a un hotel (no muchas, la verdad) necesito colocarme frente al retrete, mirarle a los ojos y decirle: “Tú y yo nos vamos a llevar bien”. Valga como ejemplo una situación curiosa que tuvo lugar en 2008. Fui de viaje de ‘estudios’ a Tenerife, y compartí habitación con mi mejor amigo. Una noche fuimos a otra habitación a hacer lo que suelen hacer los estudiantes si se quedan solos en habitaciones de hotel. ¿Beber? ¿Follar? No, hombre, no. Yo soy un tipo con honor. Jugamos a las cartas y hablamos hasta bien entrada la madrugada, cuando la naturaleza me llamó. Con la excusa de una llamada de teléfono, abandoné el cuarto y recorrí todo el pasillo hasta llegar hasta mi querida boca blanca, que me recibió con una sonrisa. 

Cuando regresé y fui preguntado por mi escaqueo, tuve que confesar. Mi amiga, la dueña de la habitación en ese momento, respondió: “Podías haberlo hecho aquí”. Te aseguro que no hubiera podido. 

Todo esto viene porque, durante mi etapa de estudiante (desde el parvulario hasta 3º de Periodismo), habré defecado menos de quince veces en el colegio o universidad. Creo que es lo normal: nadie se fía de esos retretes, pues a saber cuántas enfermedades venéreas se pueden contagiar ahí… 

El caso es que, por segunda vez en lo que llevamos de curso, me vi obligado a dejar un poco de mí en los cuartos de baño de la facultad. Hay que decir que en fcom existen seis aseos, dos por planta (si mi memoria no me traiciona). Hay que ser estratégico y elegir bien: su uso disminuye por cada planta que se asciende. 

Por ello, en un momento dado, escogí los aseos del segundo piso. Por limpios y por solitarios. Cuando subí, para mi horror, uno de los dos retretes estaba ocupado. Dudé de sentarme en el otro, pues algún sonido gastrointestinal podía levantar sospechas (esta es una de las grandes cosas de los cuartos de baño, uno no sabe qué se cuece en el interior). 

Así que decidí lanzarme a la piscina y hacer aguas mayores en compañía, sin que sirviera de precedente. Entré, aseguré dos veces el pestillo, me quité la camiseta (una manía personal de la que me siento bastante orgulloso) y, a falta de lectura, agarré el teléfono móvil. 

Me sentí distinto. Fue toda una experiencia. A mi lado, otro individuo compartía tarea. Yo era consciente de que él estaba allí, y él sabía de mi presencia. Y, sin embargo, ambos permanecimos en el más absoluto anonimato. Por vergüenza, sí, pero en el fondo éramos dos almas gemelas. Podría haber salido perfectamente, saludarle, darle una palmada en la espalda y decirle con un tono de aprobación: “Tío, tú y yo somos iguales”. Aquél tipo era de los míos, y yo era de los suyos. Compartíamos objetivo en este mundo. Un objetivo de mierda, pero un objetivo. Me sentí realizado. 

Cuidándome mucho de que no me viera (una cosa es el honor y otra estar dispuesto a jugárselo), esperé a que él saliera. Un tiempo después, terminé la faena, me lavé las manos y salí más contento que unas castañuelas. Porque me sentí identificado con mi compañero de evacuación. Si le viera un día por la calle y le reconociera, no le diría nada, simplemente le lanzaría una mirada, él me la devolvería, y no harían falta más gestos. Una especie de pacto, como en el episodio de los canteros en los Simpsons: sé que tú estás dentro, sé que perteneces a esa secta y somos iguales, pero jamás daré alguna pista en el mundo exterior, en la vida real. 

Y con esto cierro la transmisión. Me voy. A hacer unas cosas. Ya si eso vuelvo. Me llevo un libro, que va para largo.

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