domingo, 18 de noviembre de 2012

El jarish

(Relato publicado en la revista Alborada, en uno de los números de 2013)

Caminaba yo por el desierto, pero terminé desorientado. Pasaron horas o día, la verdad ni lo sé, hasta que me encontró un nómada de la tribu de los jarish, que montaba a caballo. Yo andaba exhausto y con sed. 

Le dije que venía de la civilización y me había extraviado. Me condujo hasta un pequeño asentamiento en el que vivía solo, según me contó. No me sorprendió, pues había leído en El libro de las tribus de Arda que esta tribu estaba en extinción, principalmente por la endogamia y el aislamiento extremo. La verdad es que son ya pocas las caravanas jarish que peinan la isla. Me dio agua y algo parecido a una sopa (sabía bien). Al poco llegó una tormenta de arena y tuvimos que permanecer en el refugio toda la noche. También nos acompañaba su caballo. 

Anhelaba la compañía de alguien, pues había pasado mucho tiempo sin toparme con una persona con quien hablar. Y es que era la primera vez que encontraba a alguien en el desierto. Le conté qué es lo que hacía allá donde las dunas no existen, donde abundan las opciones y las alternativas, los sueños, los anhelos, y también las desilusiones. Él me contó su historia: habló de cómo una vez, de niño, se alejó del grupo y nunca más volvió a ver a los suyos. En la cultura jarish, si alguien se aleja de la colonia nadie parte en su búsqueda. Fortuito o no, el abandono se considera siempre premeditado, por lo que la infidelidad al grupo se castiga con la expulsión. 

Y es que una vez que un jarish abandona a los suyos, ya sea por convicción o por descuido, no puede volver a formar parte de la tribu. Lo que yo desconocía era que no podía reintegrarse en otra colonia. Los jarish no aceptan a miembros de fuera del grupo por temor a la contaminación cultural, por mantener intacta su pureza.

Fumábamos a la luz del fuego. Le pregunté por qué me había recogido si su costumbre dictaba hacer justo lo contrario y recelar del influjo exterior. 

-Veinte años sin hablar con nadie también son muchos años para un jarish –me respondió. 

Le sugerí que se uniera a la civilización. En una tierra libre y democrática no tendría problemas para integrarse con el resto de personas. Quizá, le dije, fueran reticentes al principio, pero poco a poco nadie notaría que su origen estaba en el desierto. 

Pero él era un hombre nacido en el desierto, y debía morir allí, entre la arena, arena que sin duda habría besado alguna vez a su familia, a todos y cada uno de los jarish, desde el primero hasta el último de los de su raza. Salir del desierto, no obstante, le privaría de morir dignamente. Como reza el dicho, “por las venas de los jarish no fluye sangre, sino arena”. 

El viento soplaba afuera. Seguimos fumando. 

Yo le hablé de mi vida en la civilización. No era mi primera incursión en el desierto, aunque sí mi primer encuentro con un jarish. En cualquier caso, cada vez que hablaba con alguno de estos salvajes (como los ramad o los radijh) asistían maravillados a mis cuentos, que con el paso de los años tendía a engalanar y darles un sentido más literario, para favorecer el discurso. Dominaba el arte de la oratoria, los énfasis y los silencios, no como un profesional, pero sí lo suficiente como para sorprender a estas gentes. Asistían radiantes a mis hazañas, en realidad poco meritorias para los de mi mundo, pero dignas de un Dios para ellos. Los adelantos tecnológicos, el ocio y el sexo eran los temas que más despertaban su interés. Oh, y por supuesto, mi particular acento de las islas del Sur. Lamentablemente, me resultaba imposible hacerles comprender qué era una isla o un archipiélago, pues para ellos la vida era arena, arena, arena. 

El asunto de Dios salió casi al alba. El fuego permanecía latente. 

Era un tipo curioso este nómada. Como todos los jarish, no creía en Dios. Se trata de la única tribu del desierto que no rinde culto a un Altísimo, o a una serie de Supremos. No agradecen la vida que llevan ni maldicen su suerte, no piensan en un mundo post-mortem ni rezan para complacer a aquél que les manda la -escasa- lluvia. El jarish no sabía si su pueblo creía en uno o varios Dioses ni qué tipo de culto se realizaba. 

El nómada me dijo que su tribu había olvidado en quién creer. Han pasado ya varios miles de años y ya nadie recuerda qué pasó hace siquiera cinco o seis generaciones. Los jarish jamás desarrollaron un sistema de escritura, ni siquiera en forma pictográfica. Todo se ha transmitido por vía oral. La memoria de los hombres, frágil como de costumbre, contribuyó a la pérdida del Guía. 

En su idioma original, jarish significa “el que vaga”. La estampa era irónica. Valga la redundancia, pero yo era un perdido que había dado a parar con un perdido de una tribu que había perdido a su Dios. Era el remoto más absoluto, la posición más distante de cualquier rumbo posible. Diablos, era la incertidumbre elevada a la máxima potencia, la desolación perfecta. 

Amaneció y nuestros caminos, más inciertos que antes de nuestro encuentro, debían separarse. Yo me sentía pobre al lado de él, pues el jarish podía presumir de una riqueza extraña: él sabía perfectamente que no tenía rumbo, que su destino era un completo interrogante. Me regaló provisiones para tres días: una cantimplora con agua y una bolsa con frutas. Ni siquiera amagué con buscar algo en mis bolsillos para darle, siendo jarish no aceptaría algo procedente del mundo exterior. 

Mientras él desmontaba el campamento me despedí. Se ofreció en guiarme hasta la civilización, pero me negué. Me miró con esos ojos marrones, y estoy seguro de que cuando pestañeaba caía algo de arena al suelo. Esa arena que se escondía debajo de sus uñas, entre sus cabellos, en sus orejas y su ombligo… Maldita sea, estaba seguro de que si le hubiera atravesado con un cuchillo, de su cuerpo habría brotado más arena, si cabe. 

-Usted no quiere regresar a la civilización –me dijo. 

-Yo simplemente dije que me había extraviado –contesté. 

-Tranquilo. No volverá allá. 

-¿Acaso usted me lo va a impedir? 

-Yo no, pero su raciocinio sí. 

-¿Cree que estoy loco? 

-Yo no puedo decírselo. Sólo soy un jarish.

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