viernes, 19 de octubre de 2012

Gol de Aduriz

Anoche tuve, muy posiblemente, el sueño más feliz de mi vida. Era, en concreto, el segundo de los tres actos en los que se dividió mi noche particular. Una vez leí que cenar copiosamente aumenta las posibilidades de tener pesadillas, argumento que considero una verdad categórica pues mi propia experiencia así me lo ha confirmado. No sé si lo leí en la revista Clara (¿sigue existiendo hoy?) o la AR (la revista de Ana Rosa) en una de esas visitas al cuarto de baño en la que se me olvida llevar lectura y hay que tirar de las publicaciones que mi madre deja en el Trono del Pensamiento y Reflexiones.

Resulta que anoche cené embutidos murcianos de la más exquisita finura, y efectivamente, en mi primer tramo de sueño, rostros y fantasmas de lo más tétrico me despertaron antes de las 4 de la madrugada, acojonao perdío. Era la sesión de apertura de la noche. El tercer acto tenía por protagonistas a una manada de perros pulgosos que me perseguían sin motivo, a los que luego se les unían los macarras de mi barrio que venían a veranear a mi pueblo y que pertenecen a la más elegante élite del garrulismo y macarrería del levante español.

Como una metáfora de lo que es la vida, entre ambas pesadillas, insisto, tuvo lugar el mejor sueño de mi corta historia, o al menos el más delicioso que recuerdo. Era en un gran estadio, en un césped impecable, yo en la banda izquierda a pesar de intentar ser diestro, embutido en una camiseta rojiblanca y pantaloneta negra. Como lateral o como extremo, la verdad, no recuerdo. No sé cómo llegué hasta allí, simplemente me hallaba en un Athletic de Bilbao versus Equipo-desconocido-que-vestía-de-negro. A pesar de las posibles incogruencias, si mi memoria no me falla el rival era el Atlético de Madrid.

El sueño comenzó en el último minuto del partido. Saque de banda en mi carril, el balón que me llega y desde la zona del gili-córner había que jugársela. Decido poner un centro al corazón del área, el balón sube con rosca hacia afuera. Parece que se va desviado, pero cuando la bola baja aparece Aritz Aduriz con el 20 a la espalda, supera a su marcador y cabecea a gol. El balón bota en el suelo cerca de la línea, el portero que no llega y la redonda que besa la red. 2-1.

Levanto los brazos porque no me lo creo. Los compañeros vienen a abrazarme. Llega Aduriz y le recuerdo que “vaya pase te he hecho”. Todos vienen a celebrar mientras el estadio grita eufórico. En mi cama sonrío como un crío porque, rediablos, soy futbolista. Y al fin y al cabo no estaba cuajando un buen partido (al menos esa es la percepción que yo tengo del sueño). Pero todo cambia con ese golazo, esa asistencia que me saco de la chistera. Y ojo, en el último minuto, nada menos.

Además… ¡no era un gol lo que yo celebraba, era una asistencia! ¡Más poético aún! ¡Más romántico, más acorde a mi forma de ‘jugar’ (si es que se me permite usar este verbo)!

En los momentos siguientes del sueño hablo con mi padre y le digo que yo pensaba que el centro lo había puesto fatal, pues pensaba que el balón se iría a la mierda. Él me dice que desde la televisión vio que el cuero iba perfectamente medido. Luego comento con un compañero de clase (Oriol, para más señas) en la barra de un bar y le cuento cómo aprendí a golpear así la bola, pues mi ídolo era (es) David Beckham y en mi infancia (esto es verídico) dediqué horas y horas a imitar su forma de golpeo. A veces lo conseguía, pero como él (Becks) tiene un problema en la articulación de su pie izquierdo puede chutar de una forma inimitable. A veces, sin embargo, me salía, y ese partido fue una de esas veces. Le cuento a Oriol que yo golpeé la pelota con la zona exterior de mi bota, con el anular y el meñique de mi pie derecho, y por eso la bola salió de esa forma.

Soy futbolista por una noche, maldita sea. Al menos en ese universo alternativo y paralelo, efímero y particular que son los sueños. Y maldita sea, qué bien me sentía. Al poco, llegaron a ese mundo cambiante los perros, me trasladé a uno de esos veranos en los campos de fútbol de tierra de al lado de mi casa y comenzaron a perseguirme los chuchos y los macarras. Pero hoy me he levantado con una sonrisa porque ya sé, al menos de forma onírica, que es ser jugador de fútbol. De forma ficticia y fantasiosa, sí, pero riquísima al gusto y a mis sentidos. Recordé mis veranos de Pro Evolution Soccer 6 en los que invertía horas en el modo Crear Jugador, y entonces Carlos Pérez o C.PEREZ, con el 21 a la espalda, ingresaba en el firmamento de las estrellas del fútbol. Hoy en la galaxia del Madrid, mañana en la del Liverpool, luego en el Tottenham, Lazio, Ajax, la Selección, Osasuna, Real Murcia o Chelsea. Goles virtuales a decenas y el anhelo de un sueño del que nunca me creí capaz de realizar, pero que asumo sin mayores problemas.

Manda bemoles, no obstante, que en mi sueño yo jugase en el Athletic Club de Bilbao. El único equipo español en el que, en caso de convertirme en futbolista profesional, no podrían admitirme por mi nula ascendencia vascuence. Manda bemoles, como digo, porque ahí radica la ironía de lo soñado. Ni en mis propios sueños podría ser jugador profesional de forma lógica. Tranquilo subconsciente, ya capto la indirecta. “Que el mayor bien es pequeño, que toda la vida es sueño…”

Ahora bien. Que me quiten lo soñado.

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